Seguramente habrá algunos militantes
de los que mantienen vivo el Peronómetro, que criticarán la presencia de Darío
en el cementerio y homenajeando a su enemigo político, Manuel Quindimil. Omar
López puede ser uno de ellos, sin embargo no era de los preferidos de Manolo.
La negociación del caudal de votos que consiguió (y entregó) en la última
elección puede explicarlo. Como lo explica el distanciamiento de sus allegados
(salvo Ricardito y Luis a quienes debe haber adoptado). Quindimil era el hombre
a derrotar, porque era y fue el hombre fuerte y respetado del distrito. Un
mérito que se ganó con coraje y presencia, ¿Quién puede dudarlo? Manolo, dicen
los más cercanos, se murió de tristeza después de perder su lugar en el mundo,
su sillón de intendente. Se entregó a esa enfermedad maldita que lo consumió en
días, pero hay que reconocerle que se mantuvo firme hasta el último día, aquel
día en que veinte personas lo despidieron cuando abandonó el palacio municipal
por última vez. Allí estuvo Mónica Berutti (a pesar de la categoría 16 con que
le pagó el viejo por su lealtad). Allí estaban Bodelo y Ávila, fieles al amigo
y algunos empleados que lloraron al cacique que se iba. Poco, muy poco para
mantener como imagen en la memoria de un cronista que fue “maldito” y, sin
embargo, se reconcilió con el viejo cuando lo vio, solo y abatido, caminando
por la plaza de Lanús, sin laderos ni chupamedias y se acercó a saludarlo y
recibió el saludo cordial del hombre que lo demonizó. Cosas de la política.
Quien no entienda esto, no puede entender por que razón, Darío lo fue a
homenajear. Celebro el gesto como celebré aquella despedida de Balbín a Perón.
Por la magnitud que tiene el reconocimiento de la estatura de un hombre de
escasa preparación intelectual, pero con un inmenso caudal de coraje y energía,
y la sabiduría para perpetuarse en el poder y ser indiscutido líder de masas.
Se murió un 20 de Diciembre y, desde entonces, nadie olvidó su testamento y su
palabra. Algo bueno debe haber dejado.
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