Jueves,
16 de Mayo de 2013 10:04
(APe).-
La ley de violencia familiar en la provincia de Buenos Aires es, como tantas
otras, una reglamentación de apuro que pretende regular un drama que se ha ido
asentando lento e inexorable como el relieve de las rocas.
La
inseguridad de puertas adentro no despierta la indignación ni los miedos
públicos. Por eso la legislación llega
tarde y es pobre y errática. A fines del año 2010 hubo un caso que tomó
relevancia. Un hombre en Luis Guillón denunció la desaparición de su mujer. Se
mostró en los medios lloroso y desesperado.
Aprovechó
micrófonos y cámaras para decirle a la desaparecida que si se había escapado con
otro volviera por el bien de sus hijas. El hombre abandonado juntó firmas y
organizó marchas. Si la mujer había sido infiel, que volviera, y si la habían
matado, que se esclareciera el crimen. Finalmente se esclareció. El hombre
abandonado había matado a su mujer y la tiró en un descampado de San Vicente.
La madre de la víctima repitió hasta quedarse afónica que su hija era incapaz
de abandonar a sus hijos. Pero nadie le creyó.
Poco
después un hombre mató a su mujer entre las góndolas de un supermercado chino. Algunos pensaron que se trataba de otro crimen de la mafia. Los diarios
estamparon el rótulo de crimen pasional, como si la pasión lo justificara todo.
El comentario, bíblico y lapidario, decía que la mujer habría sido infiel. La
mujer asesinada en Guillón tenía una hermana, también maltratada por su
concubino. Ella lo denunció y el hombre fue excluido de la casa por un tiempo
determinado como lo establece la ley. El plazo venció y como no hubo nuevos
hechos de violencia el hombre debería ser reintegrado al hogar. Y eso es lo que
peticiona judicialmente. La mujer se opone. La ley no dice nada. Mejor dicho,
dice algo que en nuestros días nadie podría admitir: Que el hombre vuelva, que
se obligue por disposición judicial a alguien a convivir con quien no quiere hacerlo.
El problema no es jurídico ni semántico. No se equivocan los legisladores ni
los semiólogos. La falla es más honda. A veces los legisladores legislan de
acuerdo con lo que piensan y piensan según lo que, bien o mal, han aprendido. Y
han aprendido que la violencia doméstica es estallido hormonal, explosión
esporádica que ocurre y pasa, y una vez que pasa, como los frascos de un
aparador, todo vuelve al lugar donde estaba. Sin embargo la violencia casera es
un meticuloso proceso de destrucción. La vida se resquebraja y la distancia
entre uno y otro se vuelve tan abismal que obligar a alguien a vivir con quien
no quiere es algo así como desgarrar un alma y, casi seguro, también un cuerpo.
Las esposas legítimas pueden iniciar una acción de divorcio. Las concubinas
golpeadas, en el mejor de los casos, después de la primera exclusión, sólo les
queda trancar la puerta. Y muchísimas veces las puertas son endebles.
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