(APe).- Ya
tiene los dedos adiestrados en la separación de la basura. Una
selección que no hace el que llena bolsas de sobras de alimentos, vidrios y
pilas agotadas. Sabe cómo pescar algo útil y cómo reconocer algo medianamente
comestible. En la bolsa de al lado, el perro le sacó ventaja: encontró un
valioso trozo de carne cocida. Silbando bajito, puso la cola entre las patas
y dobló la esquina con el asado en la boca.
Con el destino de andar recogiendo bocados para la
mesa del día, no tiene tiempo ni ocasión de enterarse de que hay en el país
entre 2.200.000 y 11.000.000 de pobres, según los mida el Indec o la
Universidad Católica Argentina. Para él las cosas están claras: en la
panadería un kilo de felipes vale 15 pesos. En la vereda, con suerte, puede
disputar con el palomerío algunos bizcochos con grasa de la semana pasada.
Casi dos millones de personas suelen tener hambre
sin alimento a mano. Cuatro de cada diez chicos y adolescentes viven en la
pobreza en la Argentina. Son casi 5 millones. 800.000 (9,5%) son indigentes.
Tienen hambre o comen muy mal. Están subnutridos, panzones de harina, flacos
de hierro, descalcificados y se mueren de muertes que se pueden evitar.
Y esta vez sí son números de la UCA. Para el Indec el hambre está erradicado,
como el desempleo en el Chaco o la pobreza en La Rioja.
Por eso será que en capital y el conurbano se tiran
670 toneladas de alimentos reutilizables. O el hambre se acabó y en lugar de
tirar manteca al techo se desechan 1.675.000 platos de comida (La Nación sacó
las cuentas) o la factoría de la inequidad logró su producto más sofisticado
y perfecto: el 5% de la población con hambre y en el Ceamse, toneladas de
comida volcadas al relleno sanitario para deleite de gaviotas y gusanos.
Pocas veces ha sido tan contundente y exitosa una alegoría de la injusticia.
La Institución de Ingenieros Mecánicos de Londres
asegura que la mitad de los 4.000 millones de toneladas de alimentos que se
producen anualmente en el globo no llegan a consumirse nunca. Mientras casi
mil millones de personas dispersas en Africa, Asia y América Latina sufren
hambre y mueren de enfermedades parientes del hambre, hay varios centenares
de millones indigestados que tiran la mitad del plato a la basura. En el
Reino Unido, 3 de cada 10 hortalizas ni siquiera se cosechan porque su
estética no responde a lo que comprará el consumidor en la feria. Zanahoria
torcida, queda en la tierra.
En la Argentina las frutas y verduras se venden
antes de cosecharse. Los excedentes suelen ser cargas molestas para
productores que no tienen camiones ni combustible ni posibilidad de
distribuir ni dinero para cámaras frigoríficas. Entonces las tiran a los
costados de los caminos. Como los manzaneros tiran las manzanas para
protestar porque se las pagan centavos. O los tamberos derraman la leche para
quejarse de que Mastellone es un faraón a costa de su miseria.
Suelen enumerarse decenas de razones. Una ley de
2004, sobre responsabilidad civil, deja sin respaldo a los empresarios que
donan. Un intoxicado, un juicio. Es preferible la basura. Los hipermercados
tiran en el Ceamse toneladas de yogures por defectos de envoltorio, envase,
fecha de vencimiento próxima. En la base de la caída miles de privilegiados
que lograron superar barreras policiales, peajes, punteros y espaldas grandes
en la estampida, se llevarán lo que puedan abarcar en brazos y bolsas. Lo
comerán o lo venderán para zafar del día.
Los restaurantes hacen comida de más, los productos
poco exitosos en el mercado, los estacionales y los excedentes también tienen
destino en los rellenos sanitarios. Se explica buenamente desde las razones
culturales, productivas y burocráticas. Pero no es más que lentejuela en el
barro. Hay una configuración sistémica que determina quién come y quién no.
Quién pasa hambre y quién no. Quién habitará el cielo y quién el infierno.
Quiénes se salvarán y quiénes no.
Por eso la Organización de las Naciones Unidas (ONU)
y su brigada antihambre, la FAO, decidieron que lo mejor para que los pobres
no se mueran de hambre tan descaradamente es que coman insectos. De hecho, en
unos cuantos países de África, Asia y América latina los desesperados del
mundo ya se alimentan de chinches, hormigas, abejas y avispas; langostas y
grillos; piojos y mariposas. Todos con “un alto valor nutritivo”. Y
“contienen tantas proteínas como la carne o el pescado”. En África central,
en Camerún, Mozambique, los dos Congos y Zambia –dice el informe casi
orgullosamente- la gente practica la entomofagia: es decir, come miles
de toneladas de gusanos por año porque no tienen acceso a la carne ni al
pescado ni a un postre de crema y chocolate que abre la puertita de la
felicidad a la lengua y al alma.
A quién le importa el sabor de las carnes tiernas,
el color del azafrán, el disfrute del perfume de un durazno o la jalea de
frutillas en el pan del día. Si comer chinches nutre, ése será el plato.
Quien rechace piojos y grillos, no será un hambriento. El suizo Jean Ziegler,
desde el estómago mismo de la ONU, decide que “vivimos un orden caníbal del
mundo. El mercado alimentario está controlado por una decena de sociedades
multinacionales inmensamente poderosas. Controlan el 85% del maíz, arroz, aceite
y fijan su precio”. Entonces “estos amos del mundo deciden a diario quién va
a morir de hambre y quién va a vivir”.
Para alimentar a 12 mil millones de personas produce
la agricultura del globo. De los siete mil millones de habitantes, mil
millones pasan hambre. Para alimentar a 400 millones de personas produce la
tierra en la Argentina. Casi cinco millones de sus chicos son pobres. Un bebé
de un año y medio muerto el martes en La Rioja por desnutrición aguda es un
niño asesinado por el capitalismo financiero. El argentino y el mundial.
Asesinado por un golpe de soja. Por un balazo de
commodities en la bolsa.
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